lunes, enero 31, 2011

Nuestra oscuridad

[Corte de luz]

A oscuras. La señal del mundo vibra al interior de mis huesos.

Enfrento la realidad como el motorista que baja por la avenida Kennedy, invocando el nombre del fallecido presidente hace 33 años. Hoy somos dos: uno muere, otro resucita en el asfalto como el crucifijo de la ciudad. El poeta-motorista se levanta, sin saberse muerto, sin saberse soñado, al igual que la enorme metrópolis de Santiago del nuevo Espectro. En su casco resplandecen los fuegos nocturnos de la carretera, y más allá, el cerro Santa Lucía, en cuyo interior duermen los hombres-rata, luego el cuartel Moneda, la Estación Central (agujero del ejército rebelde).

Enfrento el sentido con la música de los enfermos que vienen a este lugar. Ahora sé que no es un hospital, sino una clínica privada. Debe serlo por el aislamiento, el equipo, las infinitas comodidades, la enfermera (inevitablemente igual a todas las demás). Sé que debo haberlo soñado, pero quizás no: ella vino de madrugada, me dijo que me entendía, que su padre había pasado por lo mismo hace algunos años. Se acercó, sentándose a un lado de la cama, acarició mis cabellos, me besó el cuello o el oído. Me hablas en sueños, ¿sabes? Desde mi primera visita supe que te conocía de algún lado, pero estás tan cambiado, tan débil, tan pequeño, el tiempo no pasa por tí y eso tiene a todo el mundo preocupado. Te perdiste tantas cosas, la mayoría de ellas terribles, así que no habría que sentirte tan mal, pero el tiempo, el tiempo es irrecuperable. La otra noche, después de hacer la última revisión, me hablaste en sueños y dijiste mi nombre, estaba al borde de las lágrimas. Hasta entonces, pensaba que, aún si recobraras la memoria, no me reconocerías. Dijiste mi nombre y quise correr a abrazarte, pero supe guardar la compostura frente a los médicos. Ahora me avergüenza un poco decírtelo, porque en ese colegio no fui nadie para tí, eras el único que parecía no verme. Creo que la razón es porque tú eras todo lo contrario a mí. Sentí su cuerpo junto al mío. Al despertar, recordé al hombre que viene a mi encuentro desde el futuro que extienden mis pensamientos.

sábado, enero 29, 2011

Sus lecturas

Pega, pega, machaca. Ríndete al canto femenino. Se da vueltas en la cama, incapaz de conseguir tranquilidad, no tiene memoria y eso lo pierde en una marea infinita. La enfermera se pasea entonando una canción de cuna. Él, cuál es su nombre, lo busca, no lo encuentra, se agarra de la nave para no hundirse en la profundidad de su rostro. Que la máquina no existe, lo tiene claro, entonces no habrá registros, su pensamiento también quedará oculto en aquella profundidad. La profundidad de su rostro. Su voz se perderá para siempre en la sima de Nagosh, junto a las tinieblas. Tampoco existe un lejano país. Mi único país se llama habitación 306. No habrá registros. La máquina es un monitor de signos vitales.

Amanece en medio del mar. ¿Cuántos somos a bordo? Las estrellas se borran de la cáscara celeste.

- ¡Gutiérrez! - me grita el capitán. Ese es mi nombre. Gutiérrez, me digo. Ahora que sé mi nombre, estoy seguro de que podría lanzarme al mar y volver a mi ciudad, allá desde donde vengo.

- Sí, mi capitán - de pie frente al capitán.

- Ha sido designado como primer ojeador - me dice, sonriendo. La barba canosa, los dientes amarillos, la compostura de su voz, algo intentar transmitir, en un lenguaje perdido. - ¿Sabe lo que significa? - abre bien sus ojos de interrogante.

- No, mi capitán.

Me abraza por sobre el hombro y me lleva a su cabina, atestada de libros y dispuestos sin razón ni orden en todo el espacio que compone la habitación de tres por tres metros. Me sorprende no hallar manuales de navegación y, en cambio, encontrar el Tractatus de Wittgenstein junto a la obra completa de Salvador Reyes. Me incomoda pensar que allá afuera la luz del día baña los jardines de una ciudad que me es prohibida. El mar está en calma, la cabina se ha transformado en la habitación, nuevamente.

- Doctor Gutiérrez, el paciente ya se encuentra estable.

Gutiérrez no puede ser mi nombre. Mi nombre es otro. Debería preocuparme, pero mi sistema nervioso parece agradecido de todo esto. Quizás he querido olvidar a la fuerza y descubrí la manera de hacerlo, de otro modo, no entiendo por qué sonrío, por qué me hace feliz descubrir que, a pesar de todo, sigo vivo.

Esta noche, la trigésima primera, no se deja vencer por el sueño. Durante la tarde, mientras fingía dormir, le dejaron algunos de sus libros sobre la mesa de luz. De noche, lee Los climas, de Sergio Pitol, recordando perfectamente que ya lo ha leído antes, sigue con El tañido de la flauta; una de las frases sugiere que está haciendo un recorrido antiguo, su vida de lector infatigable, se recuerda o imagina, en otra habitación, el departamento de alguien que no está, el espejo de cuerpo entero, se mira y reconoce su rostro. Quisiera correr a mirarse al baño, pero sus piernas aún están débiles y es la primera vez que tiene tal conciencia de sí. Así, dominándose, vuelve al camino interior. Se reconoce leyendo a Funes el memorioso y luego bajando a la ciudad. Bajando a Valparaíso. La imagen concluye ahí. No hay más, pero se regocija en su nuevo descubrimiento. Leía sin orden, sin jamás trazar un plan de lecturas. Pero cree que en esa divergencia puede encontrar su identidad, tomar muestras, elaborar informes, estudiar el caso.

viernes, enero 28, 2011

La eterna

[Ruido como el salido de una vieja radio sintonizando AM]
Viajamos en el Aeternitas. Siguiente parada: el sol.

[Pajarillos cantando]
Día 30. Despierto un poco más lúcido. Transcribo mi pensamiento a una máquina especial traída desde un lejano país. No recuerdo el nombre de los países, aunque me recuerdo atento a los mapas de la tierra, cuando estudiaba en la escuela básica. Quizás mi memoria tarde en recuperarse, cuando todo este sueño termine por ceder. Hay días en que duermo quince horas diarias, en ocasiones despierto de noche, gritando. Sueño que viajo en un asteroide que va directo al sol, pero no es el Sol, no nuestro sol, sino uno más grande y rojo, un sol funcionando al final de los tiempos. Los sueños cobraron, por mucho tiempo, una consistencia tremenda, tan vasta y detallada que podría pasarme horas describiéndola. Mi percepción del tiempo tampoco funciona bien; una tarde estaba convencido de que quedaban uno o dos minutos para ver el final Before Sunrise. Debo una explicación: en mi habitación hay un televisor Toshiba, una radio casetera Sony, una repisa para libros (con tan sólo los dos primeros tomos de En busca del tiempo perdido, en español, por supuesto). Como decía, pensé que la película acababa, Céline se iba y, de pronto, me fijé en sus ojos tristes, aunque no estaba seguro de que fueran sus ojos, más bien pensaba en los ojos de Julie Delpy, en el trabajo que hacían por representar otros ojos. Pensé en mis ojos, entonces, como siendo usados por otro, quiero decir, como si yo fuera el personaje de un actor con completa conciencia de mi estado. Ese actor debe conocer mi estado, mi biografía, mi pasado y futuro, mi propia historia representada por un espectro lejano. Me aterró la idea, conocía el terror, y entonces, como en un giro dramático importante, recordé un terror de infancia con ligera satisfacción por comenzar mi recuperación. Era un recuerdo vago, y sin embargo importante; tenía siete años y me escondía tras unas pesadas cortinas, me escondía de las amistades de mis padres, señores serios que fumaban y tomaban whisky o vino. Nada más, por más que lo intento, no salgo desde atrás de las cortinas, telón incorruptible de mi delicada amnesia. Entonces vuelvo a los ojos de Céline o de Julie, como si hubiesen esperado que terminara de pensar. ¿Cuántos tiempo habré estado pensando, intentando leer en ese fantasma propio, los miedos que me conducirían a tenerme de nuevo por hombre íntegro y de buena memoria? No lo sé, pero seguro que mucho tiempo, tanto que la película debió acabarse, los créditos desaparecer y la cinta detenerse. Eso no sucedió. Los ojos permanecieron inmóviles y perfectos.

Estoy seguro de que mi percepción acabará por remediarse. Es de noche y tengo sueño.

[Se enciende la radio]
Capitán. Hemos dado con el planeta descrito por Carter. ¡Capitán! ¡Capitán!

Polar

Un tiempo polar dejó caer su rutina.

El otro se escondió en el cuerpo, la tierra joven de aquel año, 1996. Catorce años después, se siente capaz de retomar las costumbres, de vivir en la ciudad y gritar en los hospitales. Sentir que sueña otro sueño. Despierta y pregunta por sus hermanos, por su gatito enfermo. Las enfermeras son todas iguales, dice, anestesiado. Se incorpora débil, a mitad de la noche, sintiendo una piedra enorme entre sus costillas, se toca, se imagina una larga hebra conectada desde su cuerpo hasta el baño. No consigue sostenerse y cae con estrépito. Una espada, sueña. ¿Una espada?

Se pregunta qué hacían con las espadas los antiguos señores, su padre, los tíos. ¿Por qué una espada? El suelo está helado y la sangre se confunde con el hilo de sus sueños. La enfermera lo acuesta en la cama, lo arropa, limpia sus heridas, lame sus heridas, piensa o sueña, como una gata.

Poco a poco comienzan a sucederse los días, nuevamente. El tiempo se le había detenido, como en el antiguo reloj del pasillo. Nunca más oyó su mecanismo.

Tiempo de observación. Cuenta los días. Diez días desde que me levanté, ocho desde que se llenó la sala, tres días desde que estoy aislado, envuelto en luces y drogado. Las luces son el terror de los gatos y perros que pasean por la avenida. No tengo nombre porque no lo recuerdo, pero tengo ojos y boca y eso me basta para ser. No siempre puedo ver, a veces me hacen dormir y vuelvo a las madejas, a la caverna, pero sin fuegos ni sombras. Las sombras sólo existe en la imaginación. En las palabras que se repiten como una causa infinita.