lunes, septiembre 11, 2006

Capítulo 5

Sucesos no triviales que acontecen de manera sencilla. Para entenderlos se debe prestar mucha atención a cada una de las variables.

Prestemos atención. Viña del Mar, en Chile. Un día miércoles 18 de enero del año 2006 dos personas, en apariencia desconocidas, coinciden en hora y lugar. Ella es Beatriz: regresó de estudiar, en Francia, hace algunos días; y naturalmente, quiso salir a dar un paseo. Avanzada la tarde, se sentó dando la espalda al océano y al ver el pequeño espectáculo de marionetas, se acerca divertida. Esteban es un taxista, pero que siempre quiso ser actor; descansa sin preocupación en un banco de la plaza. Al verla a ella, observa fascinado sus rasgos infiantiles.

Sin perderla de vista, ya notando la hora de volver a trabajar, entró en su auto y se alejó. Beatriz se levantó en ese momento y cayó su cartera abierta, antes entre sus piernas, sobre el pasto; y mientras recogía sus pertenencias, se detuvo uno de aquellos tradicionales coches tirados por caballos. El sol estaba a punto de hundirse en el horizonte.

En el pasto, sobre un trozo de papel solitario, quizás arrancado de un cuaderno de notas, se lee en cursiva Non tout lieu.

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Beatriz lleva la cartera colgando delante, las manos cruzadas sobre el seguro que la abre. Esteban se acerca con la esperanza de se trate de su próxima pasajera. Se detiene lentamente, de modo que rota en su mirada la silueta de la joven. Baja el vidrio automático y la llama desde adentro.

- ¿La llevo a alguna parte?
- Non, merci.
- Ah, extranjera, ¿de dónde es?
- Non. Je suis d'ici.
- No lo parece.
- Autre lieu.
- ¿Cómo dice?
- Autre lieu. Je vais à un autre lieu.
- Quizás vamos hacia el mismo lugar.
- Peut-être

Beatrice recordará, años más tarde, esta conversación como se hubiese ocurrido en junto a la Place Dauphine, es decir, sintiéndose un poco más tímida y joven de lo que era. Recordará, también, que sonriendo invitó al desconocido a tomarse un café. Yo invito, dijo. Una hora después, él confesaba haberse sentido indefenso ante su presencia y resolución, por esa misma razón no podía dejar de aceptar.


Ella pierde por momentos su mirada en la luna. Se deja embriagar por la noche, en la compañía de aquel hombre afable y sencillo. El encanto se convierte en brisa sobre el césped, y los árboles comienzan a asemejarse a sus propias intenciones (cálidas, flexibles); oye lejanas melodías, vaivén de emociones amortajadas, que evocan en ella una almohada roja, suave al tacto, sobre la que descansa desnuda, mientras alguien lee los versos de Shelley provenientes , tal vez, de la lectura de Joyce. Art thou pale for weariness of climbing heaven and gazing on the earth.

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Art thou pale for weariness
Of climbing heaven and gazing on the earth,
Wandering companionless
Among the stars that have a different birth,
And ever changing, like a joyless eye
That finds no object wortg its constancy?

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Beben el café aromático que les ofrece el mesero.

Sus bocas dan vida a un diálogo, apenas comprensible a través del vidrio. Probablemente, y juzgando la situación por las sonrisas y los gestos, hablan de la ciudad, ésta ciudad, otra ciudad o alguna ciudad inventada. Luego, al señalarse a sí misma con la mano sobre el pecho, habla de su vida, eso seguro. Adolescencia, reconociendo el sufrimiento en sus ojos. Ríen, pues ya deben haber descubierto que en alguna época de su infancia coincidieron como vecinos. Desde un ángulo extraviado en medio de la plaza, sentado en un banco, un hombre vestido de traje, corbata y sombrero, lee sus labios y adivina intenciones. Este hombre, y no se trata de uno cualquiera (de eso hay que estar enterados), sonríe al levantarse, se va. Llamémosle a este personaje, El Mago. Con ello evitaremos la confusión y la sorpresa.

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