sábado, enero 29, 2011

Sus lecturas

Pega, pega, machaca. Ríndete al canto femenino. Se da vueltas en la cama, incapaz de conseguir tranquilidad, no tiene memoria y eso lo pierde en una marea infinita. La enfermera se pasea entonando una canción de cuna. Él, cuál es su nombre, lo busca, no lo encuentra, se agarra de la nave para no hundirse en la profundidad de su rostro. Que la máquina no existe, lo tiene claro, entonces no habrá registros, su pensamiento también quedará oculto en aquella profundidad. La profundidad de su rostro. Su voz se perderá para siempre en la sima de Nagosh, junto a las tinieblas. Tampoco existe un lejano país. Mi único país se llama habitación 306. No habrá registros. La máquina es un monitor de signos vitales.

Amanece en medio del mar. ¿Cuántos somos a bordo? Las estrellas se borran de la cáscara celeste.

- ¡Gutiérrez! - me grita el capitán. Ese es mi nombre. Gutiérrez, me digo. Ahora que sé mi nombre, estoy seguro de que podría lanzarme al mar y volver a mi ciudad, allá desde donde vengo.

- Sí, mi capitán - de pie frente al capitán.

- Ha sido designado como primer ojeador - me dice, sonriendo. La barba canosa, los dientes amarillos, la compostura de su voz, algo intentar transmitir, en un lenguaje perdido. - ¿Sabe lo que significa? - abre bien sus ojos de interrogante.

- No, mi capitán.

Me abraza por sobre el hombro y me lleva a su cabina, atestada de libros y dispuestos sin razón ni orden en todo el espacio que compone la habitación de tres por tres metros. Me sorprende no hallar manuales de navegación y, en cambio, encontrar el Tractatus de Wittgenstein junto a la obra completa de Salvador Reyes. Me incomoda pensar que allá afuera la luz del día baña los jardines de una ciudad que me es prohibida. El mar está en calma, la cabina se ha transformado en la habitación, nuevamente.

- Doctor Gutiérrez, el paciente ya se encuentra estable.

Gutiérrez no puede ser mi nombre. Mi nombre es otro. Debería preocuparme, pero mi sistema nervioso parece agradecido de todo esto. Quizás he querido olvidar a la fuerza y descubrí la manera de hacerlo, de otro modo, no entiendo por qué sonrío, por qué me hace feliz descubrir que, a pesar de todo, sigo vivo.

Esta noche, la trigésima primera, no se deja vencer por el sueño. Durante la tarde, mientras fingía dormir, le dejaron algunos de sus libros sobre la mesa de luz. De noche, lee Los climas, de Sergio Pitol, recordando perfectamente que ya lo ha leído antes, sigue con El tañido de la flauta; una de las frases sugiere que está haciendo un recorrido antiguo, su vida de lector infatigable, se recuerda o imagina, en otra habitación, el departamento de alguien que no está, el espejo de cuerpo entero, se mira y reconoce su rostro. Quisiera correr a mirarse al baño, pero sus piernas aún están débiles y es la primera vez que tiene tal conciencia de sí. Así, dominándose, vuelve al camino interior. Se reconoce leyendo a Funes el memorioso y luego bajando a la ciudad. Bajando a Valparaíso. La imagen concluye ahí. No hay más, pero se regocija en su nuevo descubrimiento. Leía sin orden, sin jamás trazar un plan de lecturas. Pero cree que en esa divergencia puede encontrar su identidad, tomar muestras, elaborar informes, estudiar el caso.

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